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Historia de un Premio a la Vida

  • Foto del escritor: LA REVISTA DEL CARIBE
    LA REVISTA DEL CARIBE
  • 11 mar 2017
  • 4 Min. de lectura

Un premio a la vida suele ser otorgado cuando el homenajeado está ad portas del ocaso.

Es la manera como algunas organizaciones hacen reconocimiento público al legado del personaje. No es así el caso de Agustín Iguarán González, quien ganó el más reciente Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar junto con sus compañeros de El Heraldo, César Muñoz y José Granados, este último, editor del diario currambero. Y, en efecto, dicha distinción tampoco estuvo rotulada como un Premio a la Vida, sino que fue consecuencia de la evaluación calificada de un trabajo investigativo que estos tres comunicadores efectuaron acerca del desastre ecológico en la Ciénaga Grande de Santa Marta.


Escudriñando las cosas sencillas ha buscado entre socavones de miseria y se ha hallado en la perplejidad de los tesoros guardados en los corazones más humildes e invisibilizados,


Todo comenzó con el penúltimo decenio del siglo pasado cuando Agustín David decidió aterrizar en el día a día de la reportería la carga teórica de su adolescente vuelo por las aulas de la Universidad Autónoma del Caribe. Fue el nacer a otra vida, a la de los sin voz y en ocasiones hasta sin techo y sin pan. Ello lo fue nutriendo de una sensibilidad heredada del educador insigne del Liceo Celedón, Agustín Iguarán (su padre), y de su hoy centenaria madre Luciana González viuda de Iguarán, en cuyo hogar forjó los valores que lo han hecho merecedor del aprecio, el reconocimiento y el respeto irreverente de colegas y amigos.

En esa dimensión ha sabido mantener su altiva humildad durante 35 años de ejercicio profesional, llegando al escudriñamiento de las cosas sencillas que le ha dado la oportunidad de buscar entre socavones de miseria y hallarse en la perplejidad de los tesoros guardados en los corazones más humildes e invisibilizados, como hace un año cuando el destino le puso enfrente un caso que, según dice, lo marcó. - “Ése ha sido un sello en mi historia periodística”.



¿Quién me dice quién soy?

Aconteció un viernes de mayo cuando un joven apareció en la sala de redacción del periódico Al Día, en Santa Marta, contigua a la oficina de Agustín, en El Heraldo.



“Alcancé a escuchar el relato del desconocido, y lo abordé en la salida. Me comentó que no sabía quién era, ni dónde vivía. Esa vaina me conmovió – dice en inusual tono que en decibeles se va haciendo directamente proporcional a la acentuación que le va tornando el rubor - llamé a la Policía y con apoyo de un agente lo hice atender en la clínica La Castellana donde lo dejaron en observación hasta el día siguiente. El sábado volví a ver cómo estaba, pero antes de que entrara – dice con lágrimas que le humedecen los ojos pero que logra contener en la emoción que le produce la remembranza – ya tenía a la mamá del muchacho abrazándome cuán grande soy y a varios de los hermanos que no cesaban en agradecimientos: acababan de leer en Soledad mi reportaje y de llegar en busca de su familiar. Esa vaina me marcó, más con el hecho de que el joven aún no recuerda nada anterior a aquel día – enfatiza en referencia a cuando los parientes habían dado por desaparecido al muchacho y éste se halló con quien hoy es la primera persona de su nueva historia.


Así se ha hecho Agustín, el reportero obstinado que hace de las “cosas simples” una crónica que trasciende en ejemplo de vida, como el que le legó el ‘profesor Iguarán’ cuya imagen le destelló en la mente y le arrugó el corazón cuando estaba recibiendo el premio “Simón Bolívar”.

Afirma que ser su homónimo lo ha hecho sentirse gigante en el compromiso.


- “Afortunadamente he sabido responder. La vaina es con mi hijo – sonríe, refiriéndose a Orlando, también periodista - que dice: mi papá me ha puesto la vara bien alta”.


Entones habla de los otros frutos cosechados del cultivo de amor con Carmen Manjarrez: Juliana y David, ambos profesionales en distintas áreas, y ¡cómo no!, de sus nuevos pechiches: Mariana y Luciana, las nietas que ahora acaparan los espacios que otrora dedicó a otros chicos (los de billar).

Se siente complacido de que Orlando haya seguido sus pasos.


“Tener un hijo periodista hace parte del legado. Es algo que llevamos en la sangre, sobre todo los Iguarán”, comenta en alusión al parentesco con la familia de Macondo.


Ambos continuarán en la búsqueda reportera de la alquimia de Melquiades reflejada en otros rostros ya no bajo el artificio de los espejos sino del ardid de las promesas incumplidas, la corrupción y el olvido, como el inmenso espejo de agua que se besa en La Barra con el mismo mar donde se bañó la guajira Tranquilina y que en las vecindades con la zona bananera sigue viendo la muerte no en los vagones de un tren, sino en el humedal lecho apropiado por hacendados con un alma más proterva que la abuela de la Cándida Eréndira.


Y está seguro de que así como él ha sabido estar a la altura de la responsabilidad que constituye ser el heredero de la intelectualidad y de la sensibilidad de su padre, Orlando sabrá saltar tan alto y hasta remontar la vara que este gigante le ha dejado en la cumbre, cual símbolo de un premio a la vida.


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